Mi hotel se ubica en un barrio medio de la ciudad. Es una
zona gris y sucia, decadente como todo en Atenas. Abundan las pintadas
callejeras sin otro objetivo que no sea marcar un territorio ya señalado en
demasía.
Muchos negocios permanecen cerrados, con sus escaparates
acusadores, en huelga indefinida ante una situación generada no por ninguna
crisis, sino por una mafia, tal como comenta un tendero ante uno de los locales
que permanecen abiertos. Hay aquí quien resiste obstinadamente y madruga para
trabajar. A esos rebeldes se les puede ver ante la puerta de sus
establecimientos, hospitalarios y afables a la vez que airados, frecuentemente
acompañados por sus perros. Canes viejos y leales, bien alimentados y
somnolientos, de trato cordial aunque sin exhibición de aspavientos. Con aire
sabio y cansado custodian a sus personas y a la ciudad en consonancia con ese
declive que se intuye eterno.
Es Atenas como una mujer en la transición entre la madurez y
la vejez, irremediablemente hermosa pese a sus años de fumar, beber y reír al
sol, sin máscara ni filtro. Se le corrió el eyeliner y el carmín se escapa
entre las comisuras de sus labios agrietados. Quisiéramos retocar su maquillaje
y remediar el encrespamiento de su cabello, corregir levemente con pinzas la
línea de sus cejas altas, ligeramente descreídas. Recolocarle el collar ladeado
y una tiranta que amenaza con caer. Fantaseamos incluso con nutrir su ajado cutis, antaño fino.
No hacemos sin embargo nada de eso y nos quedamos
admirándola, deleitándonos en esa dignidad pasmosa que le resulta tan propia
que no han podido arrebatársela. Expoliada de sus joyas y conocedora de la
falta de consideración que la vida le ha mostrado, sigue mirando hacia delante,
con un leve encogimiento de hombros y cierto desdén en la mirada cansada,
penetrante y sardónica que todo lo abarca.
Así permanecen en mi mente los atenienses y su ciudad.
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