Estaba segura de que acabaría arrepintiéndome, pero aún así, compré aquella maleta roja...Era
tan distinta de todas las que había tenido anteriormente, asépticas,
neutras, oscuras. Maletas todas en infinitos tonos marengo, humo,
taupe y ceniza, para una persona gris, como yo.
Ya que
había reunido el valor para aceptar la invitación de Claudette para
pasar con ella unos días en París, en su coqueto estudio del
distrito 5, la ocasión bien merecía un toque chic. No quería
presentarme ante aquel lugar mágico y mi amiga, tan luminosa, en
pleno esplendor de mi yo provinciano y ratonil.
Compré
mas cosas aquella jornada consumista: prendas claras y ligeras, en
tejidos vaporosos; un perfume caro, floral y ligeramente empolvado;
aquellos productos cosméticos que tan encarecidamente me recomendaba
Claudette: “¡Pero si eres monísima! Sólo necesitas darle de
beber y vitamina C a ese cutis tuyo, tan agradecido y maltratado a la
vez. Un lapiz verde para delinear la mirada...¿Ves? Este es discreto
y te realza el color de los ojos. Cuando dejes de llorar tanto,
estarán aún mas bonitos. Mira, este antiojeras, para disimular esa
fatiga que se te ha instalado ahí. No protestes, querida, se que es
caro. Pero verás que efectivo. Señorita, ¿me puede atender? Sí,
póngame este antiLuis. ¡Uy que digo! Si, cielo, por ahí van los
tiros. Aquí tienes. En efecto, Luis es el desgraciado que tanto la
ha hecho llorar. ¡Que mastuerzo! ¿A qué es guapa, mi amiga? Claro,
si yo se lo digo. Esto a base de tarjeta, tacones y a la calle, se lo
curamos.”
Ese
era mi gran problema, poco original y viejo como el mundo: mal de
amores. Mal de Luis, que no solo me había dejado destrozada. Yo se
lo había permitido, aún peor.
Todas
aquellas cosas, que ella me había ayudado a escoger antes de
marcharse (“¡Recuerda, te veo en París en una semana! Lo
tendré todo preparado...las bicicletas, la cámara de fotos, los
hombres, el Sena...”) las metí en mi flamante maleta roja. No
habría muchas iguales en la cinta transportadora del aeropuerto,
pensaba, animándome ante la perspectiva del cambio de aires, de
llegar con mi lindo y alegre equipaje a la ciudad de la luz, deseando
contagiarme del joie de vivre de mi amiga, del lugar.
Cuando
ya instalada con Claudette abrí la maleta, el eco de sus carcajadas,
que retumbaban cavernosas, se mezcló con mi bochorno. ¿Qué era
todo aquello? No eran las cosas que yo tan cuidadosamente había
seleccionado para un fin de semana largo. No, para nada eran míos
aquellos productos: polvos corporales con fragancia a regaliz,
comestibles y brillantes, con una borla aplicadora; esposas de
peluche y antifaz de encaje; aceites esenciales “aceleradores del
orgasmo” (lo juro, aquello ponía en el frasco); látigo de satén
'bondage' (¡eso me sonaba de “50 sombras de Grey”!);
preservativos con olores y sabores frutales y también mangos con
peculiar forma anatómica “para consuelo y solaz” (vuelvo a
jurar, así rezaban las etiquetas). Todo aquello contenía mi maleta,
que, estaba claro, no era mi maleta.
Entre
risas y analizando cada artículo con exclamaciones de deleite,
Claudette me sacó de mi estupor. “Querida, que casualidad tan
deliciosa. Está claro que habéis intercambiado los equipajes sin
querer, tu y una vendedora de Maleta Roja, esa nueva marca femenina.
Exactamente, me refiero a una de esas chicas que te anima a reunir a
varias mujeres en un piso con cócteles y ganas de reir y gastar
dinero. ¡No pongas esa cara! Esto es fabuloso!”
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