martes, 10 de noviembre de 2015

Samhaim

Desde que en el pueblo se celebraba Halloween, Frany no podía estar mas de acuerdo con todo lo que tuviera que ver con aquella fiesta supuestamente importada. El samhaim celta de nabos ahuecados como portavelas, que los irlandeses habían llevado a Estados Unidos, había vuelto convertido en calabazas y negocio. Su modesta juguetería, con el taller de reparación en la trastienda, había incorporado al género habitual disfraces, decoración y todo tipo de accesorios durante aquellas fechas, reportándole cierta presencia en la comunidad y un pellizco económico que le permitía sobrevivir.
No tardó en ser la referencia en la Víspera de todos los Santos. Había vaciado numerosas calabazas en las que sus manos de artesano habían tallado todo tipo de muecas, con horripilantes miradas huecas y sonrisas desencajadas, acentuadas por las velas que había colocado dentro. Dos hileras de aquellos conseguidos faroles conducían a la juguetería, que entre tinieblas, destacaba como nunca con fulgor anaranjado, ya que había conseguido que el ayuntamiento accediera a no encender el alumbrado en su zona esa noche. El escaparate presentaba un singular cementerio con dos verdaderas cajas de muerto con tierra del campo, con falsos esqueletos, arañas y murciélagos de tela con maliciosos ojillos rojos electrónicos. Una iluminación estratégica con efectos especiales y una banda sonora cuidadosamente escogida, completaban el conjunto en el que Frany reinaba con una gran pala por báculo, disfrazado de enterrador. Habría aterrorizado a cualquiera de no ser porque sus ojos bondadosos y su sonrisa franca lo delataban bajo el siniestro maquillaje de ojeras y cicatrices.
Los días anteriores habían sido muy intensos y no quedaba niño ni mayor en el pueblo sin reconvertir en vampiro, bruja, momia, asesino en serie o muerto viviente. Aunque se sentía algo mayor para aquellos trotes, Frany esperaba con ilusión al desfile de Halloween en que su trabajo lucía, mas que nunca, de muerte. Había preparado en la trastienda todo tipo de golosinas macabras y cócteles de aspecto sangriento para obsequiar a pequeños y grandes al término del pasacalles. Todos tomarían algo, se harían fotos ante el escaparate y despedirían la jornada en un singular y divertido aquelarre. Lo pasarían de miedo. Pero estaba cansado, tendría que hacerse mirar mas adelante aquella leve sensación de opresión en el pecho que le asaltaba últimamente. Aquel año la terrorífica comitiva estaba tardando mucho en llegar y él sentía que se le cerraban los ojos...
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¡Por fin! Un solitario tambor fúnebre anunciaba su llegada. Frany pensó que aquel sonido tan lúgubre estaba mas conseguido que ningún año, con su marcha de muerte que encogía el corazón. Pero tendría que hablar con el director de la banda: un toque tan excesivamente solemne podía quitar el toque divertido a la fiesta y asustar de verdad a los mas pequeños. Aún adormilado, se asomó a la puerta. La niebla había hecho acto de presencia, cubriendo las calles de humedad palpable y parda que había sofocado casi la totalidad de las velas. Todos estaban pasando frente a su puerta, muy despacio a juicio de Frany, con una inusual cadencia orquestada que helaba la sangre. Sin apenas luz,tuvo que forzar la vista para contemplar algo que no lograba reconocer pero le resultaba extrañamente familiar. No vio en aquel cortejo las calabazas de peluche de los trajes infantiles, las lustrosas capas vampíricas ni las alegres lentejuelas rojas demoníacas de costumbre. Tampoco escuchó los chillidos de emoción de los niños ni las machaconas bandas sonoras de películas de terror de fondo. El aire carecía del olor del algodón de azúcar del puesto ambulante que nunca faltaba en tal ocasión. Atenazada, su garganta se llenó de un extraño sabor metálico. Notó las manos heladas y extraordinariamente pesadas.
Frente a él, desfilaba un gris cortejo espectral de criaturas sin maquillajes ni disfraces, solo caras cenicientas sin expresión, ralos cabellos húmedos, cuencas oculares vacías, descoloridas y raídas ropas. Aquellos seres con apariencia de haber sido un día grandes, pequeños, gruesos, delgados, mayores y jóvenes, no caminaban, flotaban ni se arrastraban, tan solo avanzaban. Le pareció que rompían aquel ritmo marcial de espanto al llegar a su altura. Bastaba una imperceptible parada, un minúsculo titubeo de fracciones de segundo, para comprobar que le miraban pero no le veían. Aquel leve atisbo de búsqueda, en que creyó captar una infinita angustia, enseguida era reemplazado por la reanudación de la marcha, inexorable, hacia adelante.¿Donde estaban sus vecinos de siempre? Un grito atronador resonó en su cabeza,incapaz de abrirse camino a través de su boca y una certeza total e intolerable anidó en su estómago.
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Sabía lo que tenía que hacer. Buscando inspiración para su negocio había leído mucho sobre los ancestrales rituales celtas. Se incorporó discretamente a la terrible comitiva, tras el tambor que marcaba aquel ritmo espeluznante marcando un camino en círculos, sin principio ni fin. El lugar parecía un decorado bien logrado que imitara al pueblo y hubiera sido abandonado por siglos, totalmente solitario a excepción de aquellas tristes huestes. Un gran desasosiego lo invadió y su espanto dio paso a una pena tan honda como su determinación. Si en vida había conseguido iluminar aquellas fechas para todos, también tendría que hacerlo ahora que había muerto.
Se puso a ello sintiéndose lento, sin fuerzas. No estaba seguro de si era condición indispensable, pero siempre había cuidado los detalles y la puesta en escena. Consiguió vaciar los suficientes nabos y calabazas, rellenarlos de velas y ubicarlos convenientemente en dirección al cementerio. También había colocado dulces en ventanas y trancos para aliviar en lo posible tan amargo tránsito.
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El camposanto del pueblo siempre estaba muy concurrido los primeros días de noviembre, máxime cuando los vecinos se habían congregado allí para despedir a un amigo tan querido. Les había extrañado mucho no verlo en el desfile y lo encontraron caído en la tienda, como dormido.
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Las suposiciones de Frany eran correctas. Tras repetir varias veces aquel desesperante camino en círculos, los espectros, vacilantes, habían enfilado calle arriba en dirección al cementerio, envuelto por un cálido fulgor que invitaba, acogedor, al descanso. Era como si aquellos vacíos insondables que tenían en lugar de ojos hubieran reconocido el suave resplandor de las velas. Casi podía palpar su muda aprobación, antes de dispersarse recorriendo los corredores de nichos recién encalados y jardincillos. Emociones casi humanas iban apoderándose de sus cenicientas caras, entre la resignación y la sorpresa, para pasar a una gran serenidad antes de desaparecer. En Frany el pavor había remitido, al igual que el cansancio. A través de la neblina, pudo vislumbrar a sus amigos. Los iba a echar de menos, pero ya era hora de que también él descansara. Algunos de ellos desviaron la mirada y les pareció verlo allí, con cara bonachona, agradecida la vez que algo triste. Lo achacaron al duro shock. Frany suspiró antes de marchar. Quizá no pasaría nada si volviera de visita, sólo de vez en cuando...
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Se hizo difícil, pero el desfile de Halloween y la fiesta posterior siguieron celebrándose en el pueblo. Todos se ponían sus galas mas escalofriantes y repartían chucherías para divertir a los niños y homenajear a Frany. Visitaban al día siguiente el camposanto y honraban a las ánimas, conocidas y desconocidas. Empezó a acudir gente fuera,llamada por la leyenda en torno al aire sobrenatural de aquella celebración. Lo cierto es que en el pueblo podía adivinarse una presencia inquietante. Invisibles, se convocaban allí seres grises, tristes y perdidos, atraídos por un presagio de luz, intuyendo algo que no podían ver pero los llamaba. Los vecinos nunca contaron nada, tan solo se sonreían cuando un aire fresco y juguetón se colaba por su nuca, mientras lo pasaban de miedo celebrando Samhaim.



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