Desde
que en el pueblo se celebraba Halloween, Frany no podía estar mas de
acuerdo con todo lo que tuviera que ver con aquella fiesta
supuestamente importada. El samhaim celta de nabos ahuecados como
portavelas, que los irlandeses habían llevado a Estados Unidos,
había vuelto convertido en calabazas y negocio. Su modesta
juguetería, con el taller de reparación en la trastienda, había
incorporado al género habitual disfraces, decoración y todo tipo de
accesorios durante aquellas fechas, reportándole cierta presencia en
la comunidad y un pellizco económico que le permitía sobrevivir.
No
tardó en ser la referencia en la Víspera de todos los Santos. Había
vaciado numerosas calabazas en las que sus manos de artesano habían
tallado todo tipo de muecas, con horripilantes miradas huecas y
sonrisas desencajadas, acentuadas por las velas que había colocado
dentro. Dos hileras de aquellos conseguidos faroles conducían a la
juguetería, que entre tinieblas, destacaba como nunca con fulgor
anaranjado, ya que había conseguido que el ayuntamiento accediera a
no encender el alumbrado en su zona esa noche. El escaparate
presentaba un singular cementerio con dos verdaderas cajas de muerto
con tierra del campo, con falsos esqueletos, arañas y murciélagos
de tela con maliciosos ojillos rojos electrónicos. Una iluminación
estratégica con efectos especiales y una banda sonora cuidadosamente
escogida, completaban el conjunto en el que Frany reinaba con una
gran pala por báculo, disfrazado de enterrador. Habría aterrorizado
a cualquiera de no ser porque sus ojos bondadosos y su sonrisa franca
lo delataban bajo el siniestro maquillaje de ojeras y cicatrices.
Los
días anteriores habían sido muy intensos y no quedaba niño ni
mayor en el pueblo sin reconvertir en vampiro, bruja, momia, asesino
en serie o muerto viviente. Aunque se sentía algo mayor para
aquellos trotes, Frany esperaba con ilusión al desfile de Halloween
en que su trabajo lucía, mas que nunca, de muerte. Había preparado
en la trastienda todo tipo de golosinas macabras y cócteles de
aspecto sangriento para obsequiar a pequeños y grandes al término
del pasacalles. Todos tomarían algo, se harían fotos ante el
escaparate y despedirían la jornada en un singular y divertido
aquelarre. Lo pasarían de miedo. Pero estaba cansado, tendría que
hacerse mirar mas adelante aquella leve sensación de opresión en el
pecho que le asaltaba últimamente. Aquel año la terrorífica
comitiva estaba tardando mucho en llegar y él sentía que se le
cerraban los ojos...
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¡Por
fin! Un solitario tambor fúnebre anunciaba su llegada. Frany pensó
que aquel sonido tan lúgubre estaba mas conseguido que ningún año,
con su marcha de muerte que encogía el corazón. Pero tendría que
hablar con el director de la banda: un toque tan excesivamente
solemne podía quitar el toque divertido a la fiesta y asustar de
verdad a los mas pequeños. Aún adormilado, se asomó a la puerta.
La niebla había hecho acto de presencia, cubriendo las calles de
humedad palpable y parda que había sofocado casi la totalidad de las
velas. Todos estaban pasando frente a su puerta, muy despacio a
juicio de Frany, con una inusual cadencia orquestada que helaba la
sangre. Sin apenas luz,tuvo que forzar la vista para contemplar algo
que no lograba reconocer pero le resultaba extrañamente familiar. No
vio en aquel cortejo las calabazas de peluche de los trajes
infantiles, las lustrosas capas vampíricas ni las alegres
lentejuelas rojas demoníacas de costumbre. Tampoco escuchó los
chillidos de emoción de los niños ni las machaconas bandas sonoras
de películas de terror de fondo. El aire carecía del olor del
algodón de azúcar del puesto ambulante que nunca faltaba en tal
ocasión. Atenazada, su garganta se llenó de un extraño sabor
metálico. Notó las manos heladas y extraordinariamente pesadas.
Frente
a él, desfilaba un gris cortejo espectral de criaturas sin
maquillajes ni disfraces, solo caras cenicientas sin expresión,
ralos cabellos húmedos, cuencas oculares vacías, descoloridas y
raídas ropas. Aquellos seres con apariencia de haber sido un día
grandes, pequeños, gruesos, delgados, mayores y jóvenes, no
caminaban, flotaban ni se arrastraban, tan solo avanzaban. Le pareció
que rompían aquel ritmo marcial de espanto al llegar a su altura.
Bastaba una imperceptible parada, un minúsculo titubeo de fracciones
de segundo, para comprobar que le miraban pero no le veían. Aquel
leve atisbo de búsqueda, en que creyó captar una infinita angustia,
enseguida era reemplazado por la reanudación de la marcha,
inexorable, hacia adelante.¿Donde estaban sus vecinos de siempre? Un
grito atronador resonó en su cabeza,incapaz de abrirse camino a
través de su boca y una certeza total e intolerable anidó en su
estómago.
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Sabía
lo que tenía que hacer. Buscando inspiración para su negocio había
leído mucho sobre los ancestrales rituales celtas. Se incorporó
discretamente a la terrible comitiva, tras el tambor que marcaba
aquel ritmo espeluznante marcando un camino en círculos, sin
principio ni fin. El lugar parecía un decorado bien logrado que
imitara al pueblo y hubiera sido abandonado por siglos, totalmente
solitario a excepción de aquellas tristes huestes. Un gran
desasosiego lo invadió y su espanto dio paso a una pena tan honda
como su determinación. Si en vida había conseguido iluminar
aquellas fechas para todos, también tendría que hacerlo ahora que
había muerto.
Se
puso a ello sintiéndose lento, sin fuerzas. No estaba seguro de si
era condición indispensable, pero siempre había cuidado los
detalles y la puesta en escena. Consiguió vaciar los suficientes
nabos y calabazas, rellenarlos de velas y ubicarlos convenientemente
en dirección al cementerio. También había colocado dulces en
ventanas y trancos para aliviar en lo posible tan amargo tránsito.
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El
camposanto del pueblo siempre estaba muy concurrido los primeros días
de noviembre, máxime cuando los vecinos se habían congregado allí
para despedir a un amigo tan querido. Les había extrañado mucho no
verlo en el desfile y lo encontraron caído en la tienda, como
dormido.
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Las
suposiciones de Frany eran correctas. Tras repetir varias veces aquel
desesperante camino en círculos, los espectros, vacilantes, habían
enfilado calle arriba en dirección al cementerio, envuelto por un
cálido fulgor que invitaba, acogedor, al descanso. Era como si
aquellos vacíos insondables que tenían en lugar de ojos hubieran
reconocido el suave resplandor de las velas. Casi podía palpar su
muda aprobación, antes de dispersarse recorriendo los corredores de
nichos recién encalados y jardincillos. Emociones casi humanas iban
apoderándose de sus cenicientas caras, entre la resignación y la
sorpresa, para pasar a una gran serenidad antes de desaparecer. En
Frany el pavor había remitido, al igual que el cansancio. A través
de la neblina, pudo vislumbrar a sus amigos. Los iba a echar de
menos, pero ya era hora de que también él descansara. Algunos de
ellos desviaron la mirada y les pareció verlo allí, con cara
bonachona, agradecida la vez que algo triste. Lo achacaron al duro
shock. Frany suspiró antes de marchar. Quizá no pasaría nada si
volviera de visita, sólo de vez en cuando...
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Se
hizo difícil, pero el desfile de Halloween y la fiesta posterior
siguieron celebrándose en el pueblo. Todos se ponían sus galas mas
escalofriantes y repartían chucherías para divertir a los niños y
homenajear a Frany. Visitaban al día siguiente el camposanto y
honraban a las ánimas, conocidas y desconocidas. Empezó a acudir
gente fuera,llamada por la leyenda en torno al aire sobrenatural de
aquella celebración. Lo cierto es que en el pueblo podía adivinarse
una presencia inquietante. Invisibles, se convocaban allí seres
grises, tristes y perdidos, atraídos por un presagio de luz,
intuyendo algo que no podían ver pero los llamaba. Los vecinos nunca
contaron nada, tan solo se sonreían cuando un aire fresco y juguetón
se colaba por su nuca, mientras lo pasaban de miedo celebrando
Samhaim.
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